La Caribe, o el Macondo olvidado del siglo XXI

Hace 11 años, los residentes de este caserío empezaron su travesía. Ésta ha terminado; ahora están parados en el tiempo mientras la sociedad los ignora y los deja atrás.

Por Eduardo Marín Cuello

Así  son la mayoría de casas en La Caribe, un pequeño caserío en que habitan desplazados de la masacre de Bocas de Cataca. Foto: Eduardo Marín Cuello


Con calma, una tras otra, las pequeñas olas de la Ciénaga Grande de Santa Marta rompen en la orilla de La Caribe. Vienen impulsadas por el viento desde el otro lado del complejo lagunar, de Bocas de Cataca, sector de donde es oriunda esta estirpe que, al estilo de Cien años de soledad, parece no tener una segunda oportunidad sobre la tierra debido al olvido de los gobernantes, o a su propia ignorancia y desespero. La Caribe es un caserío fundado por familias de pescadores, desplazados de la masacre de Bocas de Cataca, (Trojas de Aracataca para otros) ocurrida el 11 de febrero del 2000 a manos de un grupo paramilitar de la zona.

 ‘Muchos años antes, cuando el pelotón de fusilamiento se fue…’

En ese caserío, donde ni las garzas quieren aterrizar, vive el viejo Juan Garizábalo. Este patriarca es el José Arcadio Buendía de este pueblo ubicado en el estuario que la Ciénaga Grande de Santa Marta forma al mezclar sus aguas con las del mar Caribe a la altura del municipio de Pueblo Viejo, en la carretera que comunica a los departamentos de Atlántico y Magdalena. Él fue el primero en llegar a esa zona a causa de una amenaza de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) al mando de ‘Jorge 40’, en que lo señalaban de ‘colaborador de la guerrilla’, a él un simple pescador de ciénaga.
Juan Garizábalo es el 'José Arcadio Buendía' en este Macondo olvidado.

Garizábalo llegó a ese lote en el que sólo se levantaba una construcción en ruinas, que en épocas de la marimba, según afirma él mismo, “era como un hotel en que escondían los cargamentos que en la noche eran sacados mar afuera” por pescadores de la zona. Esa construcción casi derrumbada es su casa. Allí habita solo.

Tiempo después, los mismos que amenazaron a Juan volvieron por la zona en seis lanchas. Sacaron a los siete hombres de sus casas y los reunieron en la plaza frente a la iglesia al atardecer. Tras señalarlos de colaboradores de la guerrilla dispararon a sangre fría. Los sobrevivientes quedaron con un plazo de 24 horas en su contra.

Eso ocurrió el  11 de febrero de 2000; al anochecer, las familias salieron del pueblo aprovechando la oscuridad y pasividad de las aguas de la Ciénaga Grande. Esas que atestiguaron tanto la masacre, como el éxodo en medio de lágrimas que Ana Cecilia Samper, José Evaristo Pabón y más de 30 personas entre adultos y niños, emprendían con sus familias rumbo a “cualquier lugar”, como señalan al evocar tan triste instancia de sus vidas.

La Caribe es donde empezaron de nuevo -después de vagar dispersos por los corregimientos de la carretera entre Santa Marta y Barranquilla por cinco años-. Allí es donde se encuentran hoy, un lugar que queda lejos de donde comían lo que querían cuantas veces querían, y trabajaban en lo que les gustaba: la pesca. Hoy, once años después, están viviendo en este sector en condiciones de miseria.

El nuevo Macondo y sus generaciones

El puente de ‘la barra’ es el mirador de este pueblo formado por 20 casitas de madera, que no superan los 4 x 3 metros y se levantan en un terreno húmedo que no tiene servicios públicos de calidad. En ese Macondo de la vida real, habitan tres generaciones víctimas de la violencia, el olvido y la indiferencia. Esas casitas, fueron construidas por un ente religioso y ONG’s extranjeras, hace seis años. En ellas habitan hasta tres familias, contando padre, madre y un par de hijos... con sus familias.
La nueva generación: nacieron en esta tierra prestada, al oro lado de la Ciénaga Grande de Santa Marta. Foto: Eduardo Marín Cuello

Este es el caso de Ana Cecilia Samper, de 42 años, quien habita, bajo el mismo techo de zinc, con sus siete hijos, su esposo y otros ocho familiares. En ese hogar, el sustento llega gracias a la venta de panes de Ana Cecilia y la pesca de su esposo, Jader Charris de 43 años, tarea difícil que él desempeña en la noche, ayudado por uno de sus pequeños hijos, en una embarcación alquilada o prestada, según consiga. Todo para obtener los alimentos que, en muchas de las familias de La Caribe, hacen falta, pues a veces es medio día y no han desayunado, ni siquiera, los que viven solitarios como el veterano Juan Garizábalo.

Esas casas, fueron construidas como solución temporal y se convirtieron en definitiva. Precario servicio de electricidad, pésimo acueducto y nulo alcantarillado, además de la compañía de mosquitos, enfermedades e infecciones, por falta de salud e higiene pública. En La Caribe, la gente ha aprendido a vivir con sonrisas constantes pese a no saber escribir su nombre, viendo crecer a la generación siguiente creada a partir de los niños con quienes huyeron de “ellos” (los paramilitares) hace 11 años, y que hoy son hombres y mujeres que se enamoraron entre sí, empezaron a convivir y hoy son padres de la tercera generación de este nuevo Macondo, en el que nadie ha nacido con cola de cerdo, sino que lo diga *Norma, (*no quiere revelar su identidad) quien con 18 años es madre de cuatro pequeños enfermizos y desnutridos. Ella es vecina de Ana Cecilia, y al parecer son parientes, aunque ni lo niegan, ni lo confirman.
*Norma* y sus chiquillos. Ella llegó siendo una niña sobreviviente, ahora es madre de  unos niños que sobreviven en medio de las necesidades.

Al otro lado del caserío, en lo que podría llamarse la primera calle, frente a la carretera que comunica a los departamentos de Atlántico y Magdalena, Humberto Garizábalo, hermano de Juan,  quien tenía 57 años al salir de Bocas, pide al cielo constantemente. En sus plegarias, clama por conseguir de parte del Estado –ese que un día le falló por un error en su cédula- una embarcación con la que pueda “dedicarse a su arte”: la pesca, y poder conseguir “algo que dejarle a su hijos”; palabras sabias y bañadas por lágrimas de alguien que en su analfabetismo “conoce la letra O, sólo por ser redonda”.

Totalmente distinto a Bocas, y al Macondo de García Márquez, en La Caribe no hay plaza. Al norte y al oriente, la ciénaga Grande de Santa Marta, al sur, algún caserío oculto tras la vegetación de manglar que no alcanza gran altura, y al occidente, la carretera Troncal del Caribe. Así, encerrados por pavimento, agua y plantas, se extendieron sobre 1 kilómetro cuadrado, las 20 casas más parecidas a dados que a viviendas dignas. Aquí la dignidad está en las sonrisas inocentonas y tímidas de estos ‘migrantes’ que dejaron de ambular; pues no hay ningún Coronel que quiera morir fusilado con ella.

Lo más cercano al coronel Aureliano Buendía de García Márquez, es Carlos Modesto ‘El Pollo’ Castro. Él es quien activamente da cara, y ‘se da en la cara’, según dan a entender estas personas, para defender los derechos de todos los habitantes de La Caribe, la mayoría analfabetas. Con aproximado 1,60 metros de estatura, piel morena, rojiza por el sol y gran entusiasmo al hablar, ‘el Pollo’ evoca a los juglares griegos, a quienes se asemeja al entonar décimas que hablan de su entorno y de la situación de los residentes del caserío. Castro enfoca sus energías en elevar acciones de tutela, papeleos para subsidios y demás procesos que la burocracia colombiana tiene en programas para desplazados.

Sus acciones son muchas veces inútiles, “los políticos le bailan el indio” a esta suerte de caudillo chaparro que, con lo poco que tiene, hace malabares para todos en el caserío.

La historia desde afuera

La invisibilidad de estas personas intenta ser quitada, por entes como el Proyecto Redecs, la Defensoría del Pueblo, la Asociación Tierra de Esperanza y otros que en conjunto propenden que el mundo sepa lo que ocurre en La Caribe.

Miriam Awad, representante legal de Tierra de Esperanza, con voz calmada y muy rápidamente, expresa que en La Caribe el abandono estatal es la pauta marcada. Dice que allá se necesita más que la ayuda de fundaciones como la que ella representa. Sin embargo, esas ayudas de fundaciones son alicientes para los habitantes de esta tierra con dueño, que en cualquier momento puede mandar desalojar su lote. Sí, ese hotel derribado en que habita el viejo Juan es la prueba de que ese pedazo de tierra tiene dueño. Un dueño que nunca ha ido, pero que todos saben que existe. Lo cual hace ‘vulnerables’ –más aún- a estas personas.

Lo cierto es que la palabra vulnerable se convierte en una debilidad para ellos, es motivo para  convertirlos en fantasmas, aprovechándose de su mínima educación para vacilarlos como perro juguetón cuando desean pedir lo merecido. A esa conclusión se llega al conversar con el sociólogo Edimer Latorre, autor del libro "De aplazados a desplazados: la realidad de los derechos de las personas en condición de desplazamiento forzoso en la ciudad de Santa Marta”. El libro es resultado de una investigación que muestra la radiografía de la situación que viven los desplazados ante los estamentos del gobierno que, en el caso de La Caribe, quedan bajo la jurisdicción del municipio de Pueblo Viejo.

En este Municipio, en que su Alcalde reside en otra ciudad, la única representación administrativa que da su versión, es Osman Echeverría, coordinador del Umata (Unidad Municipal de Asistencia Técnica Agropecuaria). Él explica que La Caribe, tiene varios problemas de marco jurídico que limitan el trabajo de la administración.
Osman Echeverría, coordinador del Umata, único funcionario del que se pudo obtener versión.  Foto: Eduardo Marín Cuello

Primero, ese terreno es zona protegida, por estar dentro del vía-parque Natural Isla de Salamanca, y está a la orilla de la carretera que en un futuro pretende ser ampliada a doble calzada. Estos dos factores se suman al de ser un terreno privado que está invadido. Agréguese a esto lo que el funcionario llama un problema cultural en que estas personas se han acostumbrado a estar pidiendo, ateniéndose a la caridad.

A este último factor, Echeverría suma la ignorancia de los residentes en este nuevo Macondo. Quienes, a su juicio, son víctimas del ‘Pollo’ Castro. El coordinador de Umata dice que Castro muchas veces pide dinero a la gente del caserío con el pretexto de adelantar trámites que nunca se cristalizan. Finalmente, en su corta entrevista, expresa que la solución está en la capacidad de emprendimiento de estos desplazados, calificativo que, según él, perdieron al haber pasado un lapso de tiempo comprendido por el Estado, el cual él no recuerda.

Sobre esto, la sección 7 del Capítulo II de la Ley 387 de 1997, dice que el estado de desplazado cesa cuando éste logra estabilizar su condición socioeconómica en su lugar de origen o en un lugar nuevo. Ni lo uno, ni lo otro ha ocurrido en La Caribe, el nuevo Macondo.

El rostro de la esperanza

En la única casa de material (cemento) del pueblo, está José Evaristo Pabón, de 65 años. En el interior, él remienda su malla para capturar camarones. Está en lo que equivale al patio; en el lugar no hay cercas que limiten a los vecinos, quizá eso influye en la superpoblación infantil nacida en La Caribe.

La vivienda de José Evaristo luce así, gracias a que fue beneficiado en el año 2007 por el Banco Agrario debido a un programa de construcción de hogares dignos de habitar en varias zonas vulnerables del país.
Afirma él mismo.

Este desterrado pero alegre hombre, comenta, muy orgulloso, que tiene 20 hijos, de los cuales vive con cinco, junto a su callada pero amable mujer, María Guerrero de 48 años –quien aparenta más a juzgar por sus canas y arrugas-; ellos son un rostro hablante de las secuelas de una masacre. Ellos, huyeron de Bocas cuando su hija mayor tenía dos años de edad; hoy tiene 13 y ha visto cómo crecen sus cuatro hermanitos, nacidos en La Caribe, lejos de la tierra de sus padres.

Los Pabón Guerrero, sobreviven con la venta de camarones de José y con los frutos que emergen de las tres plantas de banano escondidas al costado de su casa, junto a su segunda cosecha de patilla casi sumergida en la Ciénaga. Los bejucos de la patilla son usados como puentes por diminutos cangrejitos cienagueros.

Las historias contrastan en sus desenlaces, pero todas nacen de la fuente del desplazamiento producto de una violencia enraizada hace más de 40 años en el país.

Este ha sido solo un capítulo de esta historia que inició hace más de una década en la otra orilla de la Ciénaga Grande. Sus protagonistas han hablado, se han mostrado. Mientras todo esto pasa en La Caribe, como en el Macondo de Cien Años de Soledad, todos están condenados al olvido mientras las olas siguen yendo y viniendo de orilla a orilla.

*Crónica finalista en el concurso 'Crónica Migrante 2011' para la categoría estudiantes, organizado por Afacom, OIM, Ministerio de Relaciones Exteriores, Departamento Administrativo para la Prosperidad Social. Está publicada en el libro: Crónica Migrante 2011 con ISBN: 978-958-8469-58-4.