Tú y tu sacrificio

Despiertas. Miras que tu cama es una basta extensión de sábanas donde tu cuerpo intenta descansar en la ausencia de ese ser que te ha quitado la pandemia.


Sales de la cama, alistas todo y te alistas tú para enfrentar el turno de hoy en la clínica. Llevas tu uniforme impecable y lo luces con orgullo. Tienes suerte que en tu barrio no te discriminan. Quizá el barrio que te vio crecer no se deja envenenar con esas ideas que las noticias le meten a la gente en la cabeza. 

Enciendes tu vehículo y sales de ese pequeño e incómodo apartamento que es más una cárcel voluntaria que otra cosa. Antes de ir a atender tus pacientes, no todos contagiados de covid-19, llegas a preguntar por ella.

-Está dormida. -Te dicen.

En silencio y sin que se note el poquito de tristeza, le echas la bendición y sales a enfrentar tu día.

Te alejas. Dejas atrás el barrio y cruzas las avenidas casi vacías que antes tenían buses, carros particulares y motos llevando a estudiantes, obreros y demás personas a sus lugares de trabajo o estudio. La ausencia y la soledad hacen extrañar lo que era cotidiano y se ignoraba.

Llegas a la clínica e inicias tu turno. Serán ocho horas de subir y bajar en ascensor, medicar pacientes internos, recibir nuevos pacientes sin distingo de raza, género, religión, ni estrato social. Tú sólo juraste dedicar tu vida al bienestar de las personas confiadas a tu cuidado y eso haces a diario. Tanto eres fiel al juramento que por eso decidiste autoaislarte y dejar a ese amor solo, protegido en otra cama, en otros brazos. Esa es tu pérdida en esta pandemia.

Llega el final del día y sólo anhelas salir para volver a intentarlo. Recorres las mismas calles rumbo al barrio. Llegas a la casa donde la dejaste y, de nuevo, sin entrar, menos ahora que traes el potencial peso viral de ocho horas de turno, preguntas por ella:

-¿Cómo pasó el día?

En ese momento, justo antes de que te den detalles, sientes su vocecita que viene corriendo por el pasillo y al verte te grita:

-¡MAMÁ!

Tu cara y la de ella se iluminan. Sin tocarse pero abrazándose el corazón, hablan. Te cuenta su día con los abuelos y luego tú te vas a tu prisión temporal. La que alquilaste para evitar llevar el virus a casa y aumentar las cifras. Te desvistes, te bañas, te pones otra ropa y vas de nuevo. Por fortuna tu refugio queda cerca. Ahora, la ves cenar y vuelves a escuchar sus aventuras y lo mucho que te extraña. Este instante te recarga para irte a dormir y mañana volver a empezar.

Esta es tu nueva normalidad y aun así eres afortunada de no ser una de las enfermeras discriminadas por su labor en estos tiempos donde lo peor del ser humano sale a flote, pero tú representas lo mejor. Pocos ven tu sacrificio, muchos ven tu riesgo, pero en este barrio popular: Todos ven el amor de madre en ti y el profesionalismo de enfermera que tienes.