Una de esas tardes...

Por Eduardo Marín Cuello

Un afán de salir a caminar llegó. Un par de zapatos cómodos y a andar. Paso tras paso, con un solo destino emprendí rumbo a la bahía. Ver el atardecer era lo que me mantenía el ritmo tanto en el corazón como en la caminata. Ni más ni menos.


 La necesidad de ver las siluetas a contraluz aumentaba mientras más me acercaba a mi destino. Quería verlo con mis propios ojos. Era una especie de último deseo que debía ser cumplido a cualquier precio, aunque el bolsillo estuviera vacío.


Varias decenas de calles habían quedado atrás en 20 minutos. La última, una de las principales y más afectadas por cada época invernal de mi ciudad, esa misma que tuvo un hospital (hoy disque museo) en su inicio y que tiene nombre de Santa. Por ella desvíe donde solía haber un puente que por la noche desapareció sin explicación alguna. Ahora los pasos eran impulsados por la brisa que venía de oriente con rumbo al mar.


Al fin llegué a la orilla. Luego de sortear un derrame de aguas de alcantarilla, tan comunes por este tiempo en toda la ciudad. Ver la inmensidad del mar tornándose multicolor me dio nostalgia. Recordé mi niñez. Me dio alegría. Valoré mi juventud. Me extasió el alma y eso no tiene explicación.

La gente caminaba sin importarle el mundo, cada quien en su cuento. Yo en el mío sólo quería guardar para siempre ese recuerdo. Saqué mi teléfono y tomé fotos con su cámara. Todo esto ocurrió conmigo, una tarde de esas en las que amas, una tarde de esas en las que sueñas, una tarde de esas en las que reflexionas. En fin, una tarde de esas que se tatúan en el alma.