Visión palenquera

Con este relato, conseguí este año el primer puesto en el Concurso de Cuento Rodrigo Noguera Laborde, que organiza la Universidad Sergio Arboleda de Santa Marta. El tema era "la afrocolombianidad". A la raza negra, de la cual también tengo sangre, mil gracias y a ella este premio.

Por Eduardo Marín Cuello

En el Palenque de San Basilio, la muerte es algo natural. Intrínseco de la cultura. Algo tan místico que sólo ellos la cantan y la bailan mientras nosotros la lloramos. Tan místico que pocos, tal vez selectos, pueden ver a los muertos y comunicarse con ellos.

-Van 7 días y en este pueblo nadie se muere.- Decía Iván sentado en la verja de una casa mientras hablaba por celular con Ángel, el amigo que le metió la loca idea de ir a grabar los rituales funerarios del Lumbalú en San Basilio de Palenque y así volver a las grandes ligas de la televisión.

Su voz se escuchaba desesperada aunque viva, tras haber superado el accidente de las corralejas hace 8 meses, cuando ‘Sombra roja’, el último toro de la tarde y con media tonelada de peso, lo embistió con todo y cámara mandándolo al hospital de Sincelejo con una cornada que por tres milímetros no le llegó a la vena femoral, según el médico. Eso sin contar las pisadas del toro que le reventaron las costillas y una producción de 20 millones de pesos perdida porque nadie quiso seguir grabando sin él y le quedaron debiendo al canal. Deuda que hoy lo tiene trabajando con presupuestos pobres y con temas ‘fáciles’.

Pero qué fácil puede ser el trabajo cuando se depende de la muerte de alguien y ese alguien no se muere. Además en un pueblo como San Basilio de Palenque donde la gente parece inmortal. Gente con piel de ébano, manos firmes como roble que tocan el tambor y guían las almas de sus muertos hasta la montaña más alta de África, continente de donde salieron sus ancestros; gente que tiene ojos que miran el alma y siempre irradian ternura, gente pura que baila desde que nace hasta que muere. Gente: simplemente bella, vigorosa, que con humildad y fortaleza ha guerreado por siglos.

Así era la semidiosa de ébano que pasó frente a Iván dejándolo mudo, mientras Ángel creía que la llamada se caía y le colgaba. Los cinco segundos que duró esa visión, fueron suficientes para que la gota de sudor que estaba en la frente de Iván le cayera en el ojo izquierdo y lo obligara a reaccionar y caer en cuenta que su amigo había colgado. Además se dio cuenta que aquella mujer vestida de blanco y con caderas descomunales le había movido el piso; pues se le hizo muy conocida, pero no podía haber otra igual a la que su mente y corazón recordaban.

Tres días después, Iván se enteró que el viejo Simón Salgado, tamborero de la dinastía Batata, falleció en Cartagena y sus hijos traían el cadáver de vuelta a Palenque para hacerle la despedida como un hijo de África. De inmediato le avisó a su pequeño y fiel grupo de producción del que hice parte en mis tiempos de aprendiz de fotografía. Todos alistaron equipos. Yo alisté mi vieja Canon Eos XT y esperé paciente mientras Iván se gastaba el último cigarrillo en la tierra de Pambelé, y eso que fumar le hacía daño debido a su enfermedad.

Los Salgado llegaron a su casa ubicada en la segunda calle. Por fuera la casa era sencilla, de hecho una parte tenía techo de palma. El viejo Simón la remodeló tras su primera gira internacional con el sexteto Bantú hacía ya 25 años: pero, para no perder la conexión con su padre, decidió solo pintarla y no transformarla completamente.

De inmediato Iván y yo hablamos con los hijos del finado. Ellos accedieron, su padre era una figura pública y merecía que su entierro quedase para la posteridad.

Mientras se realizaba la ‘limpieza de la casa’, que saca la sombra del difunto de la casa al compás de la escoba que barre hacia la calle, los Salgado contaban que en la agonía, su padre se volteó contra la pared y se puso a hablar solo. Esa es la señal de que el enfermo pasará al otro mundo, pues en ese delirio está hablando con un ser querido que ya falleció; el cual le ofrecerá comida y si la acepta, morirá.

Tras la limpieza y el llanto de todos los familiares vecinos y amigos, permitidos solo el primer día del ritual que durará nueve, se realizó el entierro en el cementerio o ‘casarihambre’ como le dicen en San Basilio al camposanto. En toda la grabación, Iván estuvo distraído, con la mente en otro lugar. De hecho se enfermó con una fiebre extraña, sin embargo seguía grabando porque eso lo hacía sentirse vivo y olvidar las dolencias de la cirrosis pulmonar. Lo llamativo era escucharle:

-Nojoda, no puede ser. Ella no es. Pero de que se parece a Marina, se parece. La tengo que volver a ver.
Expresiones como esta hacían correr rumores de delirio febril en el resto del equipo. Aunque yo, o más bien la cámara, era testigo de la causa de esa frase.

Los nueve días de velorio para los palenqueros giran en torno a la alegría. La música que sale de los tambores que guían la sombra a África se conjuga con los cantos de las mujeres que, en coro, colaboran a que las olas no desorienten el alma del difunto en su recorrido a la Patria Eterna.

La noche del noveno día, mientras las imágenes de la virgen del Carmen, el Sagrado Corazón y San Martín de Loba junto a las velas, las telas blancas y las sombras de las cantadoras y los tamboreros quedaban grabadas en las cintas de la producción, y a todos nos mataba el hambre, Iván sintió un escalofrío raro e interrumpió su labor para ir a hablarle a la mujer que estaba en el patio. La misma que él había visto caminar. Ella estaba de espaldas junto al fogón, y le ofreció un plato de caldo a Iván. Él lo recibió, dio un sorbo y de inmediato mordió un trozo de papa. En ese instante ella se volteó y reveló su rostro tan cerca que Iván la reconoció; era Marina, su primer amor, su esposa que había fallecido dos años atrás cuando él estaba en Barranquilla grabando el Carnaval.

El cadáver de Iván quedó en el patio de los Salgado. Todos nos dimos cuenta fue al terminar la grabación. Todos, excepto mi cámara. En su memoria se guardaron, cuadro a cuadro, las acciones entre Iván y Marina. Mis fotos guardaron la escena con la mujer que nadie más vio.