Las Huellas del Aprendizaje

Por Eduardo Marín Cuello


Ya lo dijo el historiador estadounidense, Henry Adams: “El maestro deja una huella para la eternidad…”; y -para bien o para mal- esa marca imborrable no sólo se queda en las lecciones que cada profesor imparte a lo largo de nuestra vida.

Seamos claros. No todo mundo da una clase tan activa como la de mi profesor de Redacción de Prensa Especializada, John Acosta; o enseña –casi a la fuerza- el poder de las palabras bien dichas y bien escritas como el profesor Luis Jorge Guerrero Pavajeau, quien cinco minutos antes de las 6:00 de la mañana, ya estaba sentado en el salón esperando al grupo. Tampoco he visto cómo Habermas y Hegel se hacen comprensibles ante el resto de mortales como ocurre en boca de Luis Ricardo Navarro y José Antonio Camargo, respectivamente.

Esos han sido algunos de los grandes profesores que, puedo decir, pasaron con todos los honores por la pasarela académica de mi formación. Cosa que no puedo jactarme de hacer con otros casos en los que la huella ha sido más bien negativa.

Para explicar esto, cabe aclarar que la frase de Adams continúa diciendo: “…nunca puede decir cuándo se detiene su influencia”. Y si esa influencia es ‘barra’, como se dice en la jerga de mis estudiantes, se verá reflejado para siempre. Mi aversión -y casi demonización- de la Comunicación Organizacional y ‘sus filiales’ se debe en gran parte a que la docente de ese curso llegaba una hora tarde, nos interrogaba sobre nuestras vidas pasando lista (ahí se llevaba otra hora), mandaba a receso de 30 minutos y, al volver, dejaba un taller porque debía ir a buscar a su hijita al colegio. Cuando no era eso, se desahogaba contando sus viajes y anécdotas familiares. Eso, sin contar que su dominio de los conceptos era impreciso y demostraba no estar muy preparada (o cualificada) para ello.

Según la definición del Instituto de Estadística de la UNESCO, un docente cualificado es un “docente que posee la cualificación académica mínima requerida en la formación de docentes (previa al ejercicio o durante su desempeño) para enseñar en un nivel de educación determinado, de conformidad con las políticas o las leyes nacionales al respecto”. Esta definición busca meramente cumplir los requisitos de formación y deja de lado el tacto que el maestro tenga en las clases y la motivación que despierte en los estudiantes. He visto doctores brindar un bodrio de clase y he sido testigo de cómo aprendices o monitores, le dedican más tiempo al acompañamiento y aprendizaje de los estudiantes que el profesor titular, únicamente a punta de entusiasmo.

Como ya es comentado, sea cual sea el nivel, el profesor es quien hace o transforma al alumno. Sea con videos o con relatos didácticos, pero siempre haciéndolo pensar y criticar su propia forma de ver el mundo. Eso lo lleva a tomar, tarde o temprano, mejores decisiones para la propia vida, como cuando, en el bachillerato, el profesor Rodríguez, haciendo uno de esos llamados a lista para preguntar la tarea, convocó a Michael, mi compañero, y le preguntó por los principales líderes de la Regeneración en el Soberano Estado del Magdalena. A lo que el desatento joven respondió:

-Profesor, no sé. No hice la tarea.

‘El profe’, quien llevaba 15 años en el Colegio y había sido maestro de los hermanos mayores de Michael, interpeló:

-Joda, Daniels (que es su apellido)… Su hermano era un ruiseñor para el estudio. Uno le preguntaba y cantaba enseguida. ¡Pero tú no llegas ni a María Lucía!

Tres años después, consciente de su poca habilidad conceptual y dialógica, Michael decidió no entrar a la Universidad y optó por estudiar algo técnico para empezar a generar ingresos rápido. Hoy, 15 años después de aquel episodio, Michael Daniels es de los mejores en su arte y vive tranquilo con su familia.

Cuando la vida me puso en la docencia, acogí una frase de uno de mis maestros más cercanos, Leonardo Herrera: “Siempre doy la clase como me hubiese gustado que me la dieran a mí”. Y de eso se trata, ponerse en el lugar del estudiante y encontrar, desde ese universo móvil, líquido y distraído, un horizonte que lo lleve a tierra firme de conocimiento, ese que trae la felicidad dada por la forma práctica de vivir y demostrar el saber en lo cotidiano.