La travesía de las chancletas

Por Eduardo Marín Cuello


Cada vez que el cielo de Santa Marta se nubla y oculta los imponentes cerros que bordean la ciudad separándola de los balnearios de Taganga y El rodadero, las chancletas plásticas color café, además de proteger unos pies viejos que no superan la talla 37, se hunden en charcos, esquivan otros y tratan de no resbalar en el barro que hay por doquier en el camino que Luisa Torrijos emprende, rumbo al otro lado del río Manzanares.

Luisa, de 85 años, vive hace seis en una pequeña habitación hecha de ladrillos con techo de zinc que no mide más de tres metros de ancho por cinco de largo, en la mitad de un lote que su hijo invadió en el barrio Las Malvinas a orillas del río Manzanares, cuando ella aún vivía en el barrio Once de noviembre.

“A mijo me lo mataron por envidia”, asegura ella misma. “Y por eso me vine para acá, pa´ vivir en la pieza que él me dejó. Desde entonces, Luisa vive en este lugar, donde la puerta que la protege es sólo una serie de tablas dispuestas en un marco con un pequeño candado dorado que  hace las veces de cerradura, el cual cierra muy bien luego de asegurarse de tener la llave consigo. Después de esto, la vieja coge camino a donde su hija Marlene quien vive en el mismo barrio; pero del otro lado del río, ese mismo que cada invierno crece varias veces arrasando con todo lo que encuentra a su paso.

Y es que en Santa Marta, la famosa perla del Caribe, cada año la situación se repite. Lluvias; crecientes súbitas en ríos y quebradas; declaraciones de alerta roja por parte de las oficinas de prevención de desastres y miles de damnificados. Precisamente en esta temporada de invierno, van más de 2.500 en 42 barrios de la ‘ciudad de Bastidas.’ Sobre todo en barrios como éste, que se inunda por estar ubicado a orillas del río Manzanares que atraviesa la ciudad de oriente a occidente.

Por esta razón, es común que cuando la lluvia amenaza, más tarda en caer la primera gota de lluvia que lo que tardan los melancólicos ojos de Luisa en encontrar un bolso, unas cuantas mudas de ropa y un trozo de plástico en esa oscura habitación donde los electrodomésticos están siempre levantados sobre mesas, sillas y hasta la cama, para evitar ser dañados por la creciente que entre por el patio o por la inundación que venga por la calle.

Patio o calle dan igual, ambos no son más que barro y charcos durante esta época de invierno. Cada año, Luisa ve como generaciones de mosquitos nacen y se crían en el lodazal de unos siete metros que separa su casa, la herencia que le dejara su hijo, del río.

Esas calles encharcadas y sin pavimento, son el contraste con la opulencia de los nuevos y sofisticados edificios que muestran un leve avance económico en una ciudad donde el turismo es la carta de presentación. Sin embargo, existen aún muchos lugares como el Barrio Las Malvinas, donde la pobreza es notoria.

Luisa termina de encontrar su pequeño equipaje, formado por unas cuantas mudas de ropa vieja como ella. Ya la llovizna ha empezado, hala la endeble puerta que tiene señales de haber sido forzada, por “los marihuaneros que se meten allá en el patio a fumar su poco e’ porquerías”, la ajusta y cierra el candadito. Ese que parece inútil ante tanto peligro que ella señala. Con su viejo vestido café de flores blancas que combina a la perfección con sus gastadas chancletas, inicia la travesía por las encharcadas calles del barrio Las Malvinas con rumbo a la casa de su hija Marlene.

El hábito hace al monje

La gente de este barrio al parecer ya está acostumbrada a los estragos del invierno, pues mientras Luisa se daba a la huída de la posible avalancha, en casas vecinas la gente estaba tranquila en las puertas y ventanas, viendo caer la lluvia mientras una champeta se escuchaba a todo volumen en la lejanía.

Quizás, porque saben que las ayudas llegarán, que la Alcaldía Distrital no se quedará de brazos cruzados y enviará ayudas en especias como ya lo hizo en este sector y en los vecinos como Villa del Carmen o Simón Bolívar. O como ocurrió el pasado 26 de agosto cuando se realizó el “Inviernotón” y la comunidad samaria de forma solidaria colaboró con colchonetas, alimentos no perecederos y demás elementos de uso en caso de emergencias como ésta.

Luisa quien asegura ser pariente del Ex Presidente de Panamá, Omar Torrijos, tuvo siete hijos de los cuales solo tres quedan con vida, pero no vive con ninguno. Prefiere vivir sola, buscando siempre la tranquilidad que la vejez le demanda. “Hoy mi hijo, el que vive en el cerro me vino a visitar a medio día, cuando yo vine de allá del comedor donde me dan el almuercito”. La familiar del Ex Jefe de Estado panameño, almuerza diariamente en un comedor comunitario, otra obra que muestra la pobreza que abunda en este sector que sirve de corredor universitario para los estudiantes de la Universidad del Magdalena.

Durante el recorrido, Luisa responde menos saludos, que la cantidad de veces que repite que la gente dice que ella está loca. Lo noto al ver una familia sentada bajo techo en una terraza, a pocos metros de su casa, quienes a nuestro paso, soltaron burlonas carcajadas.  Ella no da respuesta a la provocación y sigue su camino, solo le importa llegar donde su hija. No sé aún si las carcajadas fueron por la supuesta demencia de la lúcida anciana o porque yo iba chapaleando agua junto a ella.

La llovizna se hace fuerte. Mientras, yo estoy empapado y no sé por dónde bordear los charcos. En cambio, Luisa los esquiva con una habilidad que parece producto de la costumbre. Lo hace con igual facilidad que esquiva las provocaciones. Al mismo tiempo que evita el barro y el agua estancada, las gotas de lluvia mueren en el trozo de plástico que la protege por completo a ella y su equipaje de mano. Ese plástico cubriría solo un metro de mis 1.75 de estatura.

Luisa llega ahora al puente peatonal que comunica el sector ubicado junto a la Universidad del Magdalena, donde ella vive, con la otra mitad del barrio ubicada entre la Avenida del Rio y el Manzanares. El puente no alcanza el metro y medio de ancho y unos escalones inmensos a cada lado, impiden el paso de motocicletas. Mientras cruza el puente, único lugar con suelo hecho de pavimento, mira como las aguas del río vienen revueltas y el nivel empieza a aumentar de a poco. El peligro está latente, su afán por llegar donde Marlene se hace mayor.

En estos barrios que año tras año son afectados por el invierno, es común encontrar casas con murallas de contención en la terraza. Un muro con un metro de alto y unas escaleras a ambos lados es la constante en las calles del sector. La casa que no tiene el muro, posee un cimiento de poco más de un metro de alto sobre el nivel del suelo. La lucha al invierno se hace desde estas altas fortalezas. Este año, la batalla contra las lluvias la ha apoyado el gobierno distrital al mando de Juan Pablo Diazgranados, pues se autorizó el desembolso de más de 100 millones de pesos destinados entre otras actividades a la contratación de maquinaria especializada en la remoción de escombros en las zonas de mayor impacto ambiental producto de la emergencia.

Pasado el puente, doña Luisa entra en el laberinto que se convierten los callejones de Las Malvinas, sin salida la mayoría. Aquí, el barro es más resbaloso, más fétido que en su patio y los charcos son tan grandes que puentecitos hechos de tablones con base de piedras están por todas partes, en las entradas de las casas, en las orillas de la calle, o en la mitad. Es tiempo de hacer malabares en esos rudimentarios puentes.
Bueno, tiempo para mí. Quien por poco tumbo cada puente donde subí. Luisa otra vez demostró conocer a la perfección el camino y pasó confiada; en algunos casos prefería meterse al charco, sus pies se mojaban con esas aguas estancadas. No le importaba, estaba segura de sus chancletas que a esta altura del camino habían pasado lo más difícil. La lluvia no paraba y era imposible mirar al cielo estando pendiente de donde poner el pie para no caer.

Ya fuera del laberinto, en la avenida del Río, las chancletas se sacuden el barro y caminan por los andenes, la lluvia disminuye un poco el ímpetu, igual sigue cayendo y mientras todos están protegidos bajo techo o sombrillas, Luisa tiene su firme pedazo de plástico y yo, no tengo nada. Un par de cuadras más adelante entraríamos  de nuevo al laberinto.

Atrás quedó la facilidad de caminar por el andén esquivando solo árboles pequeños sembrados allí, De nuevo hay que caminar en el potrero laberíntico que parece Las Malvinas. Según el Comité Local de Prevención y Atención de Desastres, coordinado por Armando Piñeres Fadul, hay 41 barrios más en Santa Marta pasando por esta misma situación cada invierno. Tal vez los habitantes de esos barrios están tan acostumbrados como los de aquí, que mientras Luisa se mueve para huirle a la creciente, ellos se despreocupan y prefieren quedarse todos en una misma esquina en combos de hasta 8 jugando dominó y riendo un rato con la protección de un muro de casi un metro de alto.

Luego de un par de cruces a la izquierda, Luisa llega a una calle sin salida, una calle ciega, llena de barro donde la maleza ha crecido en algunas casas rápidamente ayudada por la lluvia que en  los últimos días se ha ensanchado con la ciudad. Entra en esa calle y camina mientras bordea y estira las piernas para pasar por los últimos charcos, sus chancletas nuevamente están mojadas y con la suela llena de barro.

La lluvia ha recuperado fuerza, para cuando las chancletas de Luisa están subiendo el par de escalones de casi 30 centímetros cada uno, producto de la elevación del terreno hecha luego de la avalancha del año 1999. Los escalones están ubicados en la casa de Marlene Sierra, la hija de Luisa, la que más cerca vive de ella. La que tiene varios niños y a la que doña Luisa prefiere buscar en cada aguacero en vez de vivir con ella, para evitar problemas y tener tranquilidad.

Sí, las chancletas han llegado donde Marlene, a protegerse de la creciente que las hizo atravesar el barrio por temor a ser arrastradas por ella. Esa misma creciente que ahora verán pasar desde el elevado patio a menos distancia que en su pequeña casa al otro lado del río.