El recuerdo de La Piragua

Un 'Imperio' se mueve a ritmo de cumbia gracias a un hombre que se hizo eterno inmortalizando a la embarcación más sencilla de la zona.

Por Eduardo Marín Cuello



Las aguas del río se iluminan por el fuego de doce mechones que vienen empuñados por igual cantidad de hombres. Ellos, junto a la embarcación donde se acercan, recrean la historia que José Benito Barros Palomino inmortalizara en el tema La Piragua, hace mucho tiempo aquí, en El Banco, un municipio al sur del departamento del Magdalena (Norte de Colombia).

Pareciera que la miniatura situada en una vitrina de las oficinas del Festival se hubiera vuelto real y flotara hacia el puerto.

**

Es la última noche del XXVIII Festival Nacional de la Cumbia “José Benito Barros Palomino” y las candidatas a emperatriz de esta danza triétnica intentan alcanzar la corona mientras los tamboreros se desgastan las palmas de las manos chocándolas contra los cueros secos y templados de sus instrumentos de percusión. El público, agolpado en la escalinata del puerto sobre el río, atestigua y critica las formas y usanzas de las jóvenes beldades que mueven sus caderas sobre la tarima flotante que parece sacada de un cuento macondiano.


La mañana del día anterior, El Banco ya mostraba aires de fiesta. Pese a ser mitad de semana, las labores del pueblo eran realizadas con la mente puesta en el desfile de la tarde o en el acto de la noche o en el vestuario cumbiambero de los más pequeños. Desde el Mercado hasta el Transporte, pasando por el Hospital, el Centro y la Estación de Bomberos, el ambiente era de fiesta. Y no era para menos, el hombre más famoso del lugar y su legado ponían en el centro de la Cultura nacional a este pueblo que en otrora fue tierra de indios pocabuyes y chimilas.

**

¿Pero cómo José Benito Barros Palomino logró construir esa leyenda? Con terquedad, le escuché a un viejo decir. En su época, Barros hizo lo que hizo siendo terco. Nadie le sacó de la mente musicalizar su entorno. Valses, Porros, Tangos y Cumbias, entre otros géneros, sirven de ambientación a letras que recuerdan la fauna, la flora y las historias de un “Viejo puerto” sobre el Río grande de la Magdalena.



Toda la obra del maestro Barros encierra más de 100 piezas musicales que han sido interpretadas por más de 20 artistas. Esta magnitud ha creado este sentimiento de Patria chica que pasa a ser sensación contagiosa a quienes visitan este municipio durante las fechas del Festival a mediados de año. La fiebre de cumbia es tan grande, que no importa la incomodidad de ir sentada de lado, a bordo de un mototaxi - ese servicio de transporte informal prestado por motocilistas - para llevar puesta una pollera blanca con vivos rojos y una flor en el cabello.

**

Llega el mediodía. El almuerzo se hace a la sombra; pero hasta al interior de las casas llega el rumor de cumbia bien sea por la radio local, que no ha dejado de invitar al desfile de la tarde y al acto oficial de la noche; o porque la televisión nacional hace un pequeño reporte pregrabado desde aquí. El reposo se hace mientras una brisa tibia intenta refrescar el sopor que viene del río.


Son las tres de la tarde y, mientras la canícula resplandece en su rumbo al horizonte, las calles de El Banco lucen solitarias. Todos se agolpan a lado y lado de una de las vías del Centro por donde va el desfile de comparsas. Cientos de niños van vestidos como cumbiamberos. Las pequeñas mueven las caderas y los varoncitos levantan manos, sombreros y velas a plena luz del día. Por cerca de una hora y media, la multitud lució como si todo el pueblo se hubiese encantado con la música de gaitas y tambores para llegar y permanecer a lado y lado de los danzantes.

En una casa cercana, en el sector del Centro, un hombre veía el desfile desde su terraza, sentado en una mecedora. Sostenía un vaso del cual bebía mientras escuchaba y tarareaba La Piragua que sonaba desde el interior de su vivienda.

Por estas épocas, es normal que las familias del pueblo organicen reuniones en sus casas. Las más adineradas pueden luchar por ser las anfitrionas de algún evento social de las candidatas. Un almuerzo, una merienda, un desayuno… La alta sociedad banqueña logra figurar así. Son eventos privados. La familia, los organizadores del festival, los allegados y uno que otro mortal “común y corriente” (invitado o colado), presencian esta escena de cortesía y elegancia a la orilla del Magdalena. La élite hace su fiesta dentro de la fiesta.


Cae la noche. A esta hora, los mosquitos empiezan a rondar y victimizar a los banqueños. Hoy es distinto. No han picado a nadie o al menos nadie se queja. Todo va bien. O, al menos, iba bien. Sí, iba; porque un par de reinas de tierras frías se rascan sus esbeltas piernas con mucho disimulo. Tienen traje corto, blanco. Sus sonrisas intentan ocultar el afán de sus uñas. Quizá no usaron medias veladas por el calor. Un aire de arrepentimiento les debe estar recorriendo los sofocados pulmones.

Pese al mal comportamiento de los insectos, la noche sirve de amparo a esta gala oficial. Las candidatas se han olvidado de la Cumbia y del maestro Barros y se han concentrado en sonreír para las autoridades civiles y eclesiásticas que las honran a esta hora. Sus comitivas, tras las vallas, las animan con gritos y aplausos cuando son nombradas por el presentador oficial. Con una vela apagándose se acaba la ceremonia. Al día siguiente, la gran noche llegará.

Es de tarde. El día ha pasado rápido en El Banco. Las oficinas del Festival abren y atienden a todo el que llega. Veruska, la hija del maestro Barros, no está. Es la cabeza del Festival de la Cumbia. Los últimos detalles la han alejado de este sitio y la hacen poner la cara en otros puntos. Parece omnipresente; pero ese don no lo usa hoy en este lugar lleno de recuerdos del Maestro. Retratos de toda época, recortes de periódicos, estatuillas, bustos, medallas… cientos de objetos que fortalecen el legado de José Benito Barros Palomino. Entre todos, el más llamativo, es una maqueta a escala que recrea la historia de La Piragua de Guillermo Cubillos con sus doce bogas de piel color majagua. La miniatura se erige dentro de una vitrina en un rincón de la casa. Sólo verla hace que a los oídos llegue un lejano sonido de flauta de millo interpretando las notas de la canción.

“…capoteando el vendaval se estremecía /
e impasible desafiaba la tormenta, /
y un ejército de estrellas la seguía /
tachonándola de luz y de leyenda…/

La idea de la canción retumba en la mente y genera las ansias de devolver el tiempo para conocer de frente a esa piragua "que partía de El Banco, viejo puerto, a las playas de amor en Chimichagua". Las ansias se hacen más grandes, cuando se nota que ya no existen las embarcaciones movidas por bogas y que en el puerto lo que abundan son los vagos sentados a la sombra de los árboles de mango. El río es testigo de ese letargo que se llevó a las piraguas y las convirtió en el recuerdo que se perdió en un remolino dejado por el ferry.

**

La noche llega otra vez. La luna aparece tras una nube y, temerosa, pinta de plata las aguas del silencioso Magdalena. En la orilla, hay una enorme tarima que ha sido armada a partir de un viejo barco atracado al muelle. Monumental luce cuando los reflectores la tachonan de luz. Las reinas hoy se han protegido de los mosquitos. Los vestuarios de cumbia les cubren hasta los tobillos. Se terminan de arreglar junto a sus parejos en lo alto de la escalinata que tiempo atrás vio a los hombres cargar la mercancía que llegaba por agua. Sobre la tarima está Veruska. Responde las inquietudes acerca de su padre, el legado de éste y el extenuante trabajo de ser la heredera responsable de mantener al ‘Imperio de la Cumbia’ con el Festival en honor a José Benito.

Veruska se despide y hace una señal en la distancia. En la tarima flotante empieza a sonar La Piragua con una voz nostálgica que la interpreta y de la curva de la derecha, río arriba, empieza a surgir una figura iluminada por pequeñas lucecitas que titilan. El alma sabe de qué se trata, el cuerpo aún no lo cree. Suena la canción al oído:

Era la piragua de Guillermo Cubillos, /
era la piragua, era la piragua. /
Doce bogas con la piel color majagua /
y con ellos el temible Pedro Albundia, /
en las noches a los remos le arrancaban /
un melódico rugir de hermosa cumbia. /

Lentamente, casi que al ritmo de la canción, se acercan ante la mirada del pueblo que, nuevamente, dejó sus casas solas para presenciar este acto casi mágico que hace preguntarse si la miniatura de la oficina está ahora mismo en su sitio; o la fuerza de la leyenda, la magia del río, la luna y la cumbia se confabularon para que ella volviera a navegar antes de que se concediera a una fulana, el título de emperatriz de una tierra a orillas del Río Magdalena.